El azar quiso que el mejor regalo en el día de su santo fuera el de sentirse libre después de casi tres años en la cárcel de Carabanchel. El frescor de la mañana le golpeó en la cara nada más traspasar el pontón metálico que delimitaba algo más que un patio carcelario de una concurrida calle a primera hora del día. Apenas a dos pasos del muro, dejó caer al suelo su bolsa de cuero -compañera infatigable de éste y de otros más placenteros- para levantar la vista al sol y dejar que su calor le inundara. Esa sensación, tantas veces vivida en el patio de la cárcel, adquiría ahora una dimensión nueva al poder sentirla en libertad, sin nadie que estuviera vigilándole las veinticuatro horas del día. Con los ojos cerrados, dejó que el bullicio callejero entrara de nuevo en su mundo y adquiera formas tangibles.
Texto de Queda la memoria.