¡Cómo ha pasado el tiempo y cómo han cambiado las cosas! Ahora, en el pueblo, la gente apenas tiene ganado, no siembra y, por tanto, no trilla; no riega más que por costumbre, y en pocos casos; en suma, está ociosa. Y ¿qué crees que hace? Arregla las puertas y ventanas, los tejados de las casas, y, sobre todo, cultiva la envidia. El tema del día son los propios vecinos y sus antepasados.
¡La envidia, mujer, la envidia!
No se cultivan los campos, se riega la lengua…
Llaneces está abandonado. Antes parecía el paraíso terrenal, ahora la maleza se apodera de todo. Sólo algún muchacho foráneo aterriza por allí de acampada un día, no más.
Ni siquiera Eliseo, el antiguo herrero, un hombre singular que conocía palmo a palmo este paraje, se atreve ahora a volver por Llaneces. Tal vez en su fragua aprendió José Antonio a practicar el escepticismo y el método experimental.
Aparte de Llaneces, nada tiene interés, es como en todos los pueblos, o peor: más o menos mezquino. Pero el bosque de hayas sigue allí ardiendo al sol en verano y pudriéndose de humedad en invierno.
Los novios están entrando ya, otro día te contaré más del pueblo. No me quiero perder cómo brilla su piel morena sobre el vestido verde y rojo, y cómo la mira José Antonio.
Texto obtenido del epílogo de La galería azul.